Un hombre se levanta al alba. La madrugada es fría, y el sol tenue comienza su ascenso lento sobre el cielo gris. Lava su cara con agua helada para luego vestirse calmadamente. Su cara permanece inexpresiva, y sus ojos recorren la habitación con la indiferencia de la cotidianidad. Ordena la cama, dejándola en perfectas condiciones, sin pliegues en las sábanas y frazadas que desbaraten la imagen de pulcritud que reina en aquel espacio. Las paredes blancas están desprovistas de fotografías o cuadros, y sobre la pequeña mesa de noche ubicada a contados siete centímetros de la cama, domina un cuaderno de notas con tapas de cuero negro. Un lápiz perfectamente alineado con el bloc descansa intacto.

El hombre se dirige a la cocina y prepara café. Mientras hierve el agua, enciende un cigarro que saca del bolsillo izquierdo de su chaqueta. Se sienta. Sobre la mesa de la cocina está dispuesto un cenicero que encaja de forma prolija en los cuadros rojos del mantel de tela que la cubren. Cada bocanada es profunda, y el cigarro quemándose resuena en la silenciosa habitación; la pólvora crepita mientras el tabaco se consume junto al papel que lo envuelve.

Afuera el ruido de los autos se deja sentir a intervalos cada vez menos espaciados. Mientras toma el café recuerda unos versos enigmáticos que no sabe con certeza de dónde han salido. Los versos hablan de la desesperación y la distancia.

Se levanta y se dirige hacia la puerta de entrada; de la percha de madera pegada a la pared cuelga un abrigo largo. El hombre se inclina levemente y agarra el maletín pardo. Luego sujeta entre sus dedos la gabardina áspera y abre la puerta, baja las escaleras y se interna en la mañana.

Los tonos pasteles dominan el horizonte, y la sensación de estar en un sueño se hace cada vez más real. El vaho brota de su boca en cada respiración, en cada movimiento inevitable de sus pulmones. Inmóvil frente a la calle, con el maletín bien firme entre sus largos dedos, espera. Pasa un auto con los vidrios empañados y las luces prendidas. La escarcha del rocío brilla en el asfalto. Dirige su mirada hacia el cielo, con los ojos cerrados; inhala por las fosas nasales el alba gélida.

Un taxi se detiene justo enfrente. El chofer abre la puerta desde el asiento del conductor. «¿Por qué han enviado un taxi?» se pregunta. «Pensé que ellos vendrían a recogerme, y me darían las instrucciones finales».

Sin hacer preguntas sube al auto y cierra la puerta. La calefacción esta encendida, y se quita el abrigo dejándolo a un costado, doblado con un cuidado extremo. El auto atraviesa la ciudad que empieza a iniciar su actividad. Los locales comerciales abren sus puertas y levantan las rejas metálicas; las personas crecen poco a poco en los paraderos y veredas. No distingue rostros, sólo observa contornos y siluetas. El viejo que maneja el taxi le dirige miradas silenciosas a través del espejo retrovisor.

La radio va encendida a medio volumen, y las noticias con las que amanece el país son desalentadoras. La voz profunda del locutor flota en el interior del taxi. «Este país se va por el barranco» piensa el hombre. En ningún momento ha soltado el maletín recostado sobre el asiento.

«En otras noticias, el presidente regresa hoy de su viaje por China. Las delegaciones de ambos países se reunieron en Beijing, donde se realizaron múltiples reuniones bilaterales, destacando como elemento principal la cooperación para asegurar el crecimiento económico, en épocas de tanta volatilidad del mercado. Se le preguntó con respecto al apagón pero evitó cualquier comentario». El hombre pide al viejo que apague la radio. El taxista obedece sin titubear.

Enfilan por la carretera dejando atrás el centro y los carteles de color verde que pueblan la autopista indican distintos sectores de la ciudad. Desde el asiento posterior divisa la señalización hacia el aeropuerto. El taxista enciende el intermitente y se mete en el carril para tomar el desvío. La curva es abierta y desembocan en otra carretera menos congestionada. De pronto una frase comienza a dar vueltas en su cabeza, y no puede dejar de pensar en ella. Decide anotarla, pero olvidó la libreta en la mesa de noche. No es una persona supersticiosa, pero el presagio de un mal augurio se cuela y repta por su espina dorsal. Años de experiencia lo han fortalecido, como la pierna de un monje golpeada repetidas veces contra el tronco grueso de un cedro. «Seguro que ellos no van a aparecer. Quizá sea mejor así. Al menos yo sé cuál es mi parte en todo este asunto. No fallaré», se dice a sí mismo.

Mira por la ventanilla, y ve reflejado su rostro cansado en el cristal, mientras a lo lejos los aviones se elevan trazando una curva ascendente. Una gota de sudor surca su semblante apolillado. Siempre se preguntó cómo esas aves de metal gigante logran elevarse sobre la tierra.

Tiene la certeza de que el movimiento de la historia se teje en todo momento, simultáneamente. Cada acción tiene una reacción. Causalidad, aunque también cree en la casualidad. Si pudiéramos dominar todas las variables en el universo que confluyen en un momento determinado no habría azar, pero nadie es capaz de anticiparse al detalle ínfimo que da vuelta la tortilla. Las motivaciones llevan a los hombres a tomar decisiones; a cruzar una calle alterando el curso normal de una caminata, a iniciar una batalla que creemos innecesaria y poco esperanzadora, o simplemente a jalar el gatillo sin mirar a los ojos del blanco.

De pronto se percata que están afuera de la entrada del terminal y baja del automóvil con el maletín en una mano y el abrigo en la otra. El taxi emprende el rumbo de vuelta a la ciudad perdiéndose en el ajedrez de calles.

El aeropuerto está más vacío de lo que esperaba. Gente camina con maletas por todas partes, azafatas atraviesan con su minúsculo equipaje el área de llegadas mientras sus tacones repican contra las baldosas lustrosas, la voz apagada de los altoparlantes anuncia la llegada de un vuelo proveniente desde M, el murmullo indescifrable.

Cuando cruza la puerta de cristal busca con un rápido movimiento de ojos alguna mirada conocida. No ve absolutamente nada. El mapa trazado que le entregaron tres noches atrás en un pasaje de la periferia indica el camino que recorrerá el objetivo. Introduce su mano en el bolsillo derecho del pantalón, lo saca y echa un vistazo por última vez. Lo arruga y bota en un basurero al costado de una tienda donde venden diarios, bebidas y dulces. «Todo tiene que ser rápido, no tienes que ser atrapado», dijeron aquella noche. «Alguien estará esperando por ti en los estacionamientos».

La ansiedad aparece de soslayo. Tiene ganas de fumar. «Mejor no pensar en nada, mantener la mente en blanco», reflexiona. Observa una pareja que se despide en la puerta de embarque. Se abrazan, se miran a los ojos; los ve reír, aunque es fácil percatarse de que la separación no será como ellos piensan.

Camina hacia a los baños ubicados al fondo de la zona de llegadas. El maletín se bambolea con el movimiento de sus piernas. De reojo ha visto pasar un par de guardias despreocupados. En el servicio, un joven con bigote de cantante de boleros o de actor mexicano de películas en blanco y negro se echa agua con ambas manos, mirándose fijamente en el espejo. El hombre se mete en una de las cabinas, pone el pestillo, se baja los pantalones hasta los tobillos, y posa el maletín sobre el inodoro. «No soy Eróstrato» piensa, mientras lentamente pone todas las piezas en su lugar.

Escucha salir a la persona de bigote del lavabo, dejándolo todo en una extraña calma. Se sube los pantalones, tira de la cadena y abandona el cubículo. Frente al espejo alargado, su tez se ve pálida, pero el pulso permanece pétreo. Una vez ocurridos los hechos ya no podrán ser desanudados. No se puede dar marcha atrás. Cuando acontece lo que acontece, nada se puede hacer al respecto. Y justamente los ejecutores y conspiradores de todas las épocas estaban al tanto de ese detalle.

Una vez afuera de los baños, el hombre decide volver al área de llegadas. El arma está escondida en uno de los bolsillos del abrigo, y la empuña con todas sus fuerzas, como tratando de romperla en mil pedazos. A lo lejos divisa la comitiva. Recorren el camino previsto. Ve varios guardias de traje negro, moviendo la cabeza en todas las direcciones.

Los disparos retumban en el vestíbulo. Se oyen gritos de desesperación, gente corriendo; es el efecto en cadena, la causalidad. Es la historia en movimiento; en ningún momento suelta el maletín. Cuando tumbamos la primera ficha de dominó en una hilera de piezas, es imposible detener la caída.

El olor a pólvora lo envuelve fugaz. El dejo de acidez y de combustión es la bocanada inicial de que el acto ha sido cometido.

Entre medio de la histeria desatada por los balazos, alcanza a divisar a su objetivo tirado en el suelo, sobre un charco espeso de sangre. Los guardaespaldas apuntan sus pistolas de grueso calibre, buscando entre el gentío el origen de las balas parapetadas tras la multitud informe. La confusión generalizada hace la tarea imposible. El hombre se escurre de forma camaleónica entre el descontrol y el pánico. Son las nueve de la mañana.

Una vez fuera del aeropuerto bota el arma en un basurero al costado del ascensor que da acceso a los estacionamientos. Las sirenas de policía se aproximan a la entrada del terminal. Nadie lo sigue.

Nubarrones plomizos dominan el cielo. «No soy Eróstrato» se repite una y otra vez. Sus divagaciones se transmutan en un mantra de tranquilidad que logra aplacar el nerviosismo.

 Sus pasos calmados contrastan con el caos general. Saca un cigarro del bolsillo interior de la chaqueta, lo enciente con cuidado, fijando la vista en la llama y absorbiendo el humo con ímpetu. Al levantar la vista, se percata del auto policial y los oficiales apuntándolo. No han pronunciado ninguna palabra, pero al cruzar las miradas se nota que brotarán ordenes draconianas.

No hay miedo en su semblante, sólo confusión, como si estuviera borracho, o saliendo de un trance alucinógeno. Le ordenan con un grito tembloroso que deje el maletín en el suelo y coloque las manos sobre la cabeza. Obedece con serenidad. «Todo ha terminado» piensa, mientras ejecuta al pie de la letra la orden.

Desciende sobre su cuerpo para posar el maletín sobre el cemento del estacionamiento. Los policías no han dejado de apuntarle, siguiendo todos sus movimientos como si lo estuvieran grabando, sólo que en vez de cámaras hay armas de servicio. Se nota que es una de las pocas veces que han tenido que apuntar a un sospechoso. Las sirenas del auto policial están apagadas. «¿Cómo saben que soy la persona a la que andan buscando? ¿Es posible que me hayan delatado?» «Quizá los hijos de puta me tendieron una trampa. ¿Pero cómo iban a correr el riesgo de que si era capturado vivo no los delataría?»

Los nombres están condenados a desaparecer, mientras que los hechos perviven en la memoria y en los libros. No hay ignominia más grande que sepan su nombre, y no se dejará amedrentar por el fervor pasajero de unos novatos. Por eso son los enemigos de Eróstrato: frente a la trascendencia de un nombre, el anonimato.

Sus brazos siguen en alto, y tiene la cápsula en su mano derecha. El murmullo intrascendente en los oídos, la palpitación en su pecho, desenfrenadamente. «Nunca estaremos preparados para saltar al otro lado», piensa. Más de una vez se preguntó por lo que vendría. La última reminiscencia de conciencia, el estertor breve de lucidez donde entendemos que todo acaba ahí ¿o es que no lo es? Sabe que pasará a la historia como el asesino sanguinario o el fanático irracional. Pero es mentira. Él es el chivo expiatorio que armoniza las tonalidades impuras. Ellos sólo creerán saber cuál es su nombre, como el de Brutus Ceapio, o Avelino Arredondo, o Lee Harvey Oswald, o John Wilkes Booth o Gravilo Princip.

La cápsula se encuentra aprisionada entre los dedos índice y pulgar. Los dos policías comienzan a gritarle que se detenga, que no mueva un músculo más. Un zumbido de radio del auto policial suena y muchas voces intercaladas se superponen. La situación se asemeja a un cuadro rematado en colores vivos. Los agentes tienen los músculos agarrotados. Los segundos se detienen. En cualquier momento el hombre estará rodeado y lo sabe.

Muerde la cápsula y desciende por su esófago. Es solo cuestión de minutos. Los dos policías comienzan nuevamente a gritar, pero ya no escucha nada. Las fichas han sido puestas en juego una vez más. Un escozor sube por la garganta y siente como si el estómago le fuera a reventar. La visión se nubla. Su mente alcanza a captar el temblor momentáneo de la realidad. Las pulsaciones se agotan. Los ojos comienzan a pesar. El cielo esta borroso, las figuras irreconocibles, los autos alrededor son manchas difuminadas. Las extremidades pesan, y un cansancio en ascuas lo envuelve. «No soy Eróstrato, no soy Eróstrato, … ».

Por Pablo Jara

Foto por Luis Felipe Toledo